T2 Trainspotting’: una secuela sincera, pero dolorosa

¿Aguanta una película de culto una secuela veinte años después de su estreno?

“Nostalgia: ésa es la razón de que estés aquí”, le dice Sick Boy (Jonny Lee Miller) a Renton (Ewan McGregor) en un momento de T2 Trainspotting. “Eres un turista de tu propia juventud”, remata Lee Miller, sabiendo que Danny Boyle, el director, le ha dado quizás no las dos mejores frases de la película, pero sí aquéllas que, además de sintetizar el film, consiguen derribar la cuarta pared. Boyle, por boca de su personaje, apela directamente a todos aquellos espectadores que, en distintas épocas, descubrieron Trainspotting durante la adolescencia —un grupo demográfico, si te paras a pensarlo, preocupantemente grande.

“Nostalgia: ésa es la razón de que estés aquí”. La frase, en toda su literalidad, expresa los motivos de que hayamos entrado al cine, comprado palomitas y cola light, y cruzado los dedos durante los tráilers para que T2 Trainspotting sea una película, como su original, de la que también queramos vestir camisetas —y utilizar su póster para tapar humedades en nuestros pisos compartidos.

Pero no: no ocurre. Podría decirse, de hecho, que obtenemos justo lo contrario: T2 Trainspotting termina siendo como una caída tonta, de ésas que, inmediatamente después de sufrirla, tachas de inocua; horas después, en cambio, te preguntas a qué deidad ofendiste tanto para sentir semejante dolor de espalda.

Dicho de otra forma: si te compraste pantalones pitillo en 1996, T2 Trainspotting será la experiencia cinematográfica más extrema a la que te enfrentes este año.

Uno de los potenciales de Trainspotting, vigente dos décadas después, es su capacidad para crear imágenes de las que, de puro goce estético, solo una embolia podrá separarte: los chicos huyendo de la policía a ritmo de Iggy Pop; el bebé (muerto) gateando por el techo; Ewan McGregor entrando —y saliendo— de la taza de un váter. Bastan las notas iniciales de Born Slippy para que te acuerdes de todo: cómo Marc Renton traicionó a sus amigos; cómo se fue con todo el dinero, dejándole solo su parte al bobo de Spud; cómo sonreía, avanzando hacia cámara, antes del fundido a negro con el que terminaba la película de 1996.

Nostalgia: ésa es la razón de que estés aquí. Eres un turista de tu propia juventud

T2 Trainspotting, a este efecto, funciona como circo de tres pistas desde el que Renton, volviendo a casa, intentará purgar el pecado capital que cometiese veinte años atrás. Si más arriba señalábamos cómo Danny Boyle, de algún modo, practicaba la ventriloquía con Sick Boy para dialogar de tú a tú con la audiencia de la película, el director utilizará a Renton y los conflictos de éste para sublimar los suyos propios: los deseos de Marc por retomar su amistad con Sick Boy son parejos, en este sentido, a los de Danny Boyle reconciliándose con Ewan McGregor, después de que la relación entre director y actor se quebrase cuando Boyle eligió a Leonardo DiCrapio, en lugar de a McGregor, para protagonizar La Playa.

Así, T2 Trainspotting, es una obra mucho más personal, si cabe, que su predecesora. Boyle se aleja tanto del material de partida —esto es, la obra literaria del novelista Irvine Welsh— que, a excepción de los protagonistas y de cuatro trazos argumentales, no encontramos prácticamente nada de Trainspotting ni de Porno, su secuela literaria, en T2 Trainspotting. No en vano, la intención primera de Boyle era titular a su película simplemente T2; hacer, de alguna forma, un Trainspotting sin Trainspotting; convertir una secuela presumiblemente inofensiva en el infierno de la literatura comparada. Dos de esas tres máximas, Boyle consigue cumplirlas a rajatabla a lo largo del film.

T2 Trainspotting quizás no contente a muchos fans de la original por, valga la redundancia, su poca propensión al fanservice. La película cita, recupera y replica escenas de la original de forma reiterada a lo largo de su metraje, sí, pero no con ambición pop, sino para enfatizar su propia naturaleza: T2 Trainspotting es una película protagonizada por gente de 40 años que parece gente de 40 años. Los problemas de Sick Boy, de Renton, de Spud no pasan por haber sido —o seguir siendo— drogodependientes, sino por haber perdido, de un tiempo a esta parte, todas las certezas sobre las que se sustentaban sus discursos de 1996.

En T2 Trainspotting, Sick Boy, Renton, Spud, incluso Begbie, no pueden hacer otra cosa que preguntarse cuándo y cómo coño se han podido torcer tanto las cosas.

La mayor abyección de T2 Trainspotting (también su mayor baza) en enfrentar la imagen perfecta, esbelta, casi de modelo que tenían los protagonistas en 1996 con la actual —Boyle, para esta secuela, incluso negó a sus actores la posibilidad de que les maquillasen antes del rodaje. El juego de espejos, perverso hasta el extremo, convierte en aborrecibles a unos personajes otrora atractivos, planteándole al público preguntas incómodas. ¿Por qué, en su momento, idealizamos a delincuentes comunes adictos a la heroína y, por el contrario, nos causa repulsión verlos haciendo running veinte años después? ¿Hasta qué punto la obsesión por la juventud nos sugestiona, incluso como espectadores?

¿Recuerdas el ‘Chewie, estamos en casa’ de Harrison Ford? En T2 Trainspotting no encontrarás nada de esa euforia post-divorcio

T2 Trainspotting es capaz de despertar en nosotros un rechazo visceral y, al hacerlo, se nos descubre como una historia profundamente sincera y autoconsciente, en la que cualquier conato de épica sería poco más que un ex abrupto. Los personajes, tocados y hundidos, son incapaces, paradójicamente, de protagonizar su propia película: las únicas que hacen avanzar la acción son sus contrapartidas femeninas, con la pareja de Sick Boy, Veronika, a la cabeza.

Renton y sus amigos, que de pantalla para dentro fracasan como novios, como hijos, como padres, hacen lo propio fuera de ésta: sin encontrar ya quién quiera verse reflejado en ellos, terminan fracasando también como iconos.

Danny Boyle ha encarado este proyecto de la única forma en que puede plantearse la secuela de una película de culto: no haciendo otra; ni intentándolo. El director, aprovechándose de una generación que ha comprado el discurso del postmodernismo —ninguna otra es capaz de proyectar sus cult-movies indies en forma de secuela—, consigue contarnos una historia que, sin los culos en las butacas que asegura la palabra Trainspotting, jamás hubiese sido aprobada por estudio alguno: la de losers cuarentones a los que ni su carisma es capaz de salvar. Y lo ha hecho de una forma inédita, haciendo que el tiempo de lectura de un plano —suele bastar, en teoría, con unos segundos— pueda dilatarse lustros enteros.

T2 Trainspotting, pese a que su ficha en IMDb asegure que dura 117 minutos, dura bastantes más: si les sumas los 94 de la original y los años que pasaron desde que la viste, tendrás el total, y la explicación que su visionado resulte tan angustiante. En T2 Trainspotting no hay momentos musicales excitantes, ni segundas juventudes, ni chistes sobre no ser nativo digital. ¿Recuerdas el “Chewie, estamos en casa” de Harrison Ford en El Despertar de la Fuerza? En T2 Trainspotting no encontrarás nada de esa euforia post-divorcio. “Todos envejecemos, dejamos de molar y se acabó”, decían los chicos en la original. Nadie les puede decir que estuvieran errando el tiro.

T2 Trainspotting’: una secuela sincera, pero dolorosa

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