Y entonces el funeral más triste se convirtió en la orgía más salvaje

O cuando follar es la única respuesta para repudiar la muerte

Estábamos sentados a la mesa y Jen recibió el mensaje. No puedo nombrar lo que sentimos.

Nos quedamos en silencio, pues había muerto quien hablaba por nosotros. Dimos la velada por terminada y cada uno volvió a su casa sin decir una palabra.

Había ocurrido antes de tiempo. Qué valor adquieren ahora los secretos, me pregunté. Qué puedo hacer ahora contra un mundo que le pone precio a lo que antes pretendía silenciar.

Pasaron dos días con sus dos noches y solo las cosas, inmortales y vacías, se atrevieron a romper el silencio.

Ni una voz, ni una palabra, ni un llanto.

El funeral es hoy y yo voy solo, todo el mundo va solo.

En el jardín, decenas de hombres y mujeres, géneros borrosos tras la niebla, se dan cita sin hablar.

La luz, de eso se trata, de dejar que sea la luz la que diga lo que haya que decir.

Estamos todos en silencio, todos cobijados en la expresión sincera de nuestro gesto, cuando llega su cuerpo flotando en una urna de cristal.

Cinco hombres arrastran el ataúd transparente por el aire y lo dejan posado sobre un altar de piedra igual que un pájaro de hielo.

Un olor a hierba cortada sube desde el suelo. Sus briznas verdes se pegan a nuestros zapatos, crujen en silencio. Se agitan los pañuelos bajo el cielo. Oímos las pisadas, el crepitar húmedo de la tierra, nuestra respiración entrecortada. Los latidos. Solo algunos.

Pálidos y callados, nos acercaos a la urna poco a poco, como una manada de buitres sin hambre que se acercan tímidamente a un animal herido.

Medimos los pasos, calibramos nuestra relación íntima con el entorno.

Ahí está.

Observo su cuerpo desnudo e inerte tras el vidrio: su semblante serio, su pene flácido, sus finos brazos, su piel elástica y apretada sobre los huesos, su vello irregular, su boca estrecha, los músculos delgados de sus hombros, sus pies arqueados y venosos.

Llueve y una voz, que es la de todos, se levanta sobre nuestras cabezas.

«Somos vírgenes y tenemos sed ponemos

sobre la boca el sexo y sobre el sexo ponemos el olfato

abrimos los labios los labios como flores húmedas

y sorbemos el crepúsculo rosado decimos

pistilo o decimos clítoris o himen ponemos

la mirada la mirada la mirada la mirada…»

Escucho. Con los ojos cerrados beso a mi compañero. Beso a mi compañera.

Nos tomamos los cuerpos como fantasmas que se cruzan en la sombra y respiramos, el uno con el aliento del otro, las bocas tomadas por otras bocas.

«blancas vírgenes con polla ojos rasgados

piel rasgada útero rasgado la piel

la piel se estira como un pulpo que tratase

de atrapar la noche en su mucosa y cae

la caída del sexo entre sus párpados cae

del sexo la flor un huracán yo digo monte

diminuto diminuto diminuto diminuto…»

Ha muerto antes de tiempo, y lo sabemos, lo hacemos tácito en la obra, en este último acto, en esta última representación.

Santos y animales, vírgenes y dioses, todos reunidos alrededor de un cuerpo quieto, en un círculo perfecto que se mezcla y funde sus contornos. Se confunde, se absorbe, se rechaza.

Hay un baile, existe un baile, que todos conocemos desde el principio (incluidos quienes no conocen baile alguno), y que interpretamos. Pasos infinitos, danza antigua.

«como húmero o raíz como alga blanda

se dilata y se contrae como alga tierna

y subversiva se endurece y caminamos

neutras vírgenes tan lentas sobre el césped

abrimos nuestro culo introduciendo

la falange en el cerebro y escarbamos

escarbamos escarbamos escarbamos…»

Nos embriaga la densa voz. Nadie en el jardín desoye sus plegarias.

Arranco despacio, como un pétalo inmenso en una flor menuda, el vestido negro de mi compañera. El traje de mi compañero. Mi pantalón. Mi falda. Mi perfume.

Nos miramos las curvas de los cuerpos, nos medimos las distancias geométricas, los ángulos, los vértices apagados que suenan a tambor.

El sexo toma el funeral como un incendio toma un bosque seco.

«el recuerdo puedes verlo en nuestros ojos

puedes verlo en nuestro vello tan mojado nos gotean

dulces jugos los almíbares de brea balas frías falos feos

escarbamos los tejidos que completan este drama

los testículos del drama su ceniza su perfume

lentas vírgenes de muerte y de los cuerpos

de los cuerpos de los cuerpos de los cuerpos…»

Hacemos el amor junto a su tumba.

¿Eso era todo? ¿Acaba así la revolución? La lucha y la juventud. Cuerpos unidos por la mordaza del placer, por lo prohibido, por la censura, por la tristeza. Un llanto silencioso que el cielo somatiza.

Follamos. Como salvajes. Como seres terribles. Con rabia y con violencia.

«juveniles que se abren como conchas nucleares

y caminan de la mano hacia la tarde y se muerden

las extremidades los pájaros se muerden

el monte púbico el semen como pompa

de jabón o de cerezas o de leche

de jabón o de cerezas o de leche…»

Me miras.

Un pájaro cae muerto en mis brazos.

Pero pronto vuelve a levantar el vuelo.

Y entonces el funeral más triste se convirtió en la orgía más salvaje

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