¿Todavía necesitamos a los detectives salvajes?

Los infrarrealistas presentaron esta semana en Barcelona la polémica antología ‘Perros habitados por voces del desierto’

En uno de los manifiestos fundacionales del movimiento infrarrealista, José Vicente Anaya proclamaba, en ofensivas letras capitales: “EL INFRARREALISMO EXISTE Y NO EXISTE”.

No sin cierta ironía, ese eslogan ha terminado por ser una descripción sorprendentemente exacta del estado actual de ese improbable movimiento de vanguardia que unos poetas mexicanos, chilenos y peruanos alumbraron en el crepúsculo de todas las vanguardias.

Y es exacta porque el infrarrealismo existe todavía como ensoñación novelística de Roberto Bolaño, como mito cultural encumbrado por Los detectives salvajes. El infrarrealismo subsiste en el realvisceralismo, en tanto que fábula protagonizada por Ulises Lima y Arturo Belano en torno a ese sol negro, a ese vacío arquetípico, que fue y sigue siendo Cesárea Tinajero.

Pero existen, también precariamente, como sujetos de carne, hueso y sangre, como poetas viejos que una vez fueron jóvenes que querían ser poetas, escritores que todavía hoy luchan para demostrar que el infrarrealismo no terminaba en la fascinación que Mario Santiago Papasquiaro causó a Roberto Bolaño. Para reclamar, en fin, que ellos son mucho más que las excrecencias corporales de esos miembros fantasmas que esculpió el chileno.

 ¿Qué buscan hoy los detectives salvajes?

En la lucha contra tu propio mito, la derrota está asegurada. Por ello, anunciar la presencia de un grupo de poetas infrarrealistas bajo el fetichista reclamo de “Los detectives salvajes desembarcan en Barcelona” no hacía sino ahondar en lo ambivalente de su pervivencia.

Por supuesto, el gancho funcionó y en la Casa América de Barcelona incluso se formó una pequeña cola para entrar. La reunión de Rubén Medina, José Peguero, Jorge Hernández Pieldivina, Bruno Montané y José Rosas Ribeyro, miembros fundadores del infrarrealismo, se debía a la presentación de una nueva antología, Perros habitados por las voces del desierto, pero la atracción eran sus doppelgängers ficcionales. 

Sin embargo, la incomodidad que podía sobrevolar el abismo que separaba a esos poetas en la diáspora de su mistificación en el imaginario cultural se disipó cuando el crítico Ignacio Echevarría, que dirigía la conversación, verbalizó esa duda transversal.

¿Qué buscan ahora los detectives salvajes? ¿Qué sentido tiene proclamarse hoy miembro de un movimiento de vanguardia? ¿Es posible mantener las actitudes, las resistencias, las rebeldías?

El infrarrealismo fue una ética de vida, un estoicismo combativo que Bolaño concentraba en ese “dejarlo todo nuevamente y lanzarse a la calle”. Porque su movimiento más que contracultural era acultural. Huérfanos de una estructura editorial que les acogiera, se sentían vástagos de los grandes anarquistas literarios. Su malvivir escribiendo hasta perder la salud era un sabotaje, un asalto a la cerrazón del establishment literario. Pretendían acabar con todos los mandarines del oficialismo, abrir un agujero negro en la cima de su jerarquía e ir incluso más allá. De nuevo, Bolaño era quien mejor teorizaba su revuelta contra toda teorización:

“como me dijo Saint-Just en un sueño que tuve hace tiempo: hasta las cabezas de los aristócratas nos pueden servir de armas. […] Los infrarrealistas dicen: vamos a meternos de cabeza en todas las trabas humanas, de modo tal que las cosas empiecen a moverse dentro de uno mismo, una visión alucinante del hombre”

 No hacer un oficio del arte

Lejos de esa retórica jacobina e inflamada, ante nosotros estaba un grupo de viejos amigos. Un “nogrupo”, como afirmaba Anaya, que, pese a la reticencia de reconocerlo abiertamente, habían terminado publicando sus textos, haciendo —con mayor o menor fortuna— carrera de poeta, novelista o crítico literario.

Sin embargo, uno de los ejes fundamentales del movimiento era su oposición a romper con el binomio vida/escritura, su negativa a servirse de la poesía como un medio para vivir. No iban a plegarse a Carlos Monsiváis, quien afirmaba que “vivir fuera del presupuesto es vivir en el error”.

Pero Mario Santiago, verdadero epicentro de lo infra, siempre había vivido en el error, y resumía su oposición a la profesionalización de la poesía en dos versos:

“¿Qué proponemos?

No hacer un oficio del arte”

No se trata de evidenciar las contradicciones de un grupo que, de hecho, se había caracterizado por hacer bandera de lo paradójico y lo inclasificable, sino de preguntarse qué sentido tiene hoy una escritura a la contra, que pretenda habitar la violencia de los márgenes.

En el contexto actual de la supuesta democratización que trajo consigo la revolución digital, y en un momento de fragmentación editorial que ha permitido la eclosión de un ecosistema de sellos de poesía independientes, ¿dónde quedan los márgenes? ¿Contra quién hay que vivir la poesía? ¿Qué cabezas han de cortarse?

Pensemos en la polémica que rodeó la publicación del artículo del poeta Unai Velasco, ’ 50 kilos de adolescencia, 200 gramos de internet‘, así como en la repuesta del también escritor Vicente Monroy. Ya sea arte o simulacro, boom o florecimiento, la realidad es que la retórica vanguardista y el malditismo de los excluidos difícilmente puede vertebrar un movimiento. Incluso la Alt Lit se diluyó en un panorama donde ser la alternativa ya no tenía sentido alguno.

Lo que nos enseñaron Ulises Lima y Arturo Belano fue que la poesía no se escribía, ni se publicaba: que la poesía era una investigación y quizá un viaje. La enseñanza que nos legó Papasquiaro era que se escribía con la carne y en la carne: “ poemas que ya no necesitan escribirse / sino en el juego mismo / que se revuelca en el paréntesis alado / de tus vísceras.”

Los infrarrealistas fueron devorados por los detectives salvajes, sí.

Lima y Belano lograron representar con pureza química el ideal que ellos defendían. Pero la promesa de esa unión mística entre vida y poesía es precisamente la que todavía hoy pueden reivindicar los miembros y seguidores del movimiento. Da igual que se haya tornado innecesario blandir ese ideal contra una cultura de Estado: importa mantener encendida la llama de Mario Santiago, el espíritu de su lucha.

Quizá fue Rubén Medina, impulsor de la antología Perros habitados por voces del desierto, quien mejor resumió la necesidad de persistir en ese espíritu: “ seguir conectado al infrarrealismo es una ruta ética, es tratar de no acabar convertido en un hijo de puta”.

¿Todavía necesitamos a los detectives salvajes?

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